Hace poco más de un mes que se cumplieron 60 años de la creación de la primera vacuna para la poliomielitis. Esta enfermedad infecciosa, causada por el Poliovirus o virus de la polio, golpeó con fuerza durante la primera mitad del siglo XX. En 1952, solo en Estados Unidos, se registraron casi 60.000 nuevos casos y se produjeron más de 20.000 parálisis discapacitantes y 3.000 muertes.
Jonas Edward Salk fue un médico y virólogo estadounidense que, tras una década de investigaciones, consiguió desarrollar una vacuna efectiva para la poliomielitis. Dado el grave impacto de la enfermedad y la abrumante expansión que estaba teniendo en países en vías de desarrollo, Jonas Salk, decidió no patentar la vacuna para que pudiese ser aplicada con las menores restricciones, económicas y legales, en cualquier país del mundo. Se estima que con este acto altruista, Jonas Salk y sus descendientes, dejaron de ganar unos 7 billones de dólares. Sin embargo, gracias a ello y tras más de medio siglo de vacunación intensiva, la enfermedad (considerada epidémica en la década de los 50) está prácticamente erradicada en todo el mundo. Solo una decena de países subdesarrollados presenta unos pocos casos nuevos cada año. Si se consigue eliminar de forma definitiva, la poliomelitis se convertirá en la tercera enfermedad infecciosa erradicada a nivel mundial, tras la viruela y la peste bovina.
Si Jonas Salk se pasease hoy por los pasillos de la UCI del Hospital de la Vall d’Hebrón (en Barcelona) y conociese el caso del pequeño de 6 años afectado de difteria, probablemente, se llevaría las manos a la cabeza. No lo haría porque la enfermedad haya rebrotado (cosa que podría suceder por la evolución de la bacteria causante), sino porque los padres del pequeño se negaron a proporcionar la vacuna que habría evitado este contagio. El último caso registrado en España de esta enfermedad infecciosa (que puede llegar a ser mortal) tuvo lugar en 1987. Hace ni más, ni menos que hace 28 años.
No tiene sentido alguno personalizar la responsabilidad de este hecho en los padres del pequeño, pues no son más que una pequeña gota en un océano creciente de sectarios irracionales e irresponsables seguidores de absurdos movimientos New Age. Estas corrientes promueven el uso de medicinas holísticas y homeopáticas y critican con dureza el uso de vacunas. Los grandes impulsores de estas doctrinas suelen ser personas sin una formación adecuada, sin criterio científico y, con frecuencia, con importantes intereses económicos. No existe evidencia científica (y como tal, necesariamente objetiva) de que ninguna de esas terapias funcione y en ningún caso se ha conseguido demostrar que tengan una efectividad mayor que la que proporciona el efecto placebo de cualquier fármaco.
Lo más preocupante de este asunto no es que esos tratamientos no sean efectivos, ni siquiera que los más avispados estén llenándose los bolsillos con este negocio. Lo realmente grave, es que estos métodos se utilicen para sustituir, o evitar, tratamientos médicos y farmacológicos que sí sirven para combatir y tratar enfermedades. Cualquier fármaco, tratamiento médico o vacuna aplicada ha pasado por un exhaustivo estudio clínico de varios años (incluso décadas) y se ha demostrado su efectividad con evidencias científicas. Estos estudios se siguen actualizando continuamente con el desarrollo de nuevos trabajos científicos que permiten conocer mejor efectos secundarios poco comunes o comparar el efecto de diferentes fármacos. No obstante, bien por una buena campaña de marketing, por alguna especie de vacío existencial o espiritual (que a la que escribe se le escapa del entendimiento), o por algún tipo de adoctrinamiento, los movimientos antivacunas están ganando terreno con una velocidad pasmosa.
Uno de los argumentos más utilizados por los antivacunas consiste en relacionar la aplicación de vacunas con el autismo. Numerosos estudios científicos y organizaciones de todo el mundo se han esforzado en demostrar que no existe relación alguna entre la aplicación de vacunas y el autismo. La American Academy of Pediatrics, por ejemplo, publica periódicamente una recopilación de los estudios que corroboran una y otra vez esta afirmación. Sin embargo, una encuesta realizada en EEUU el pasado año concluye que solo el 53% de los estadounidenses confía en la seguridad de las vacunas.
Desde un punto de vista objetivo y científico, querer crear un debate (yermo) sobre el uso o no de vacunas a estas alturas no es más que una peligrosa irresponsabilidad. No por el debate per se, sino por la duda absurda que crea en la sociedad y que, ya hoy, se ha traducido en la proliferación de enfermedades infecciosas que hace unos años estaban prácticamente controladas.
Es fácil creer a un chaman (al que, sin duda, puede resultar más cómodo llamar terrorista de la salud) que usa bonitas palabras y vende polvo de hadas cuando quien escucha es incapaz de asumir la responsabilidad que implica ser padre. Porque parte de esa responsabilidad, es también informarse adecuadamente de lo que es mejor para sus hijos.
Hoy les hablo del trabajo del Dr. Jonas Edward Salk no solo para que conozcan la historia de la vacuna de la poliomielitis, sino para que se familiaricen con una vacuna mucho más importante: la de la ignorancia y la falta de sentido común. En sus manos queda decidir si prefieren llenarle los bolsillos a los nuevos chamanes de esta época que nos ha tocado vivir o si prefieren velar por la salud de sus hijos y de la sociedad en la que viven.